5.8.20

Crónicas de Paul Morgan #7



"El Lamento de los Desposeídos" (Parte 1 de 10)
Historia: RH Herrera


I: Guédé.

Hacía un calor de mierda. El sol brillaba a un punto que quemaban las retinas. Eran cerca de las tres de la tarde y ese ambiente húmedo y caluroso hacía que mi cabeza estuviese a un segundo de estallar. Vaya mierda de lugar. El mesero se acerca, vistiendo ese traje de pantalones negros con rayas blancas verticales, camisa blanca y un vestón granate con rayas negras, el típico traje que llevaban todos los trabajadores de servicio. En este caso me hacía sentir mal, yo un extranjero sin tierra, en esta isla en medio de la nada, venía a su país a darle órdenes, y él, como si fuese un esclavo, estaba obligado a seguirlas.
El pobre, con algo de notoria vergüenza se acercó, y en un forzado inglés me preguntó:

Sir, do you want a cigarette? (¿Señor, desea un cigarrillo?).

Si bien el inglés no es mi lengua natal ni tampoco la de él, por alguna extraña razón, cuando dos no hablantes nativos intentar hablar el mismo idioma, comprenden perfectamente la idea tras las palabras.

Not my friend, but thanks. (No amigo, pero gracias).

¡Oh Dios! Cuanto extraño fumar, sin embargo, es un hábito que representa la tentación, y no puedo darme el lujo de caer en tentaciones. Introduzco la mano en mi chaqueta, y de mi billetera sacó un par de dólares, algo más de lo que debía pagar por el café, ese pobre chico lo merece. Me levanto con suavidad y vuelvo colocar la silla en su sitio. Corro las mangas de mi chaqueta hasta el punto del codo, para intentar apaciguar algo el calor. Debería sacarme esta maldita chaqueta, pero no puedo correr el riesgo de quedarme desprotegido en un sitio como éste, a pesar de la claridad del día.
Al atravesar el umbral de la puerta, me pongo mis gafas oscuras. La luz del sol encandila tanto que resulta difícil ver, el clima tropical de Puerto Príncipe no ayuda mucho, y el maldito olor a mar me provoca repugnancia, es como si en la costa se pusieran un millar de mariscos, huele al inferno. Creerme, sé cómo huele.
Ocho horas en esta isla es suficiente para encontrar motivos para odiarla.
Sabatte Guédé, un viejo, digamos, amigo, si es que puede definirse como eso, me solicitó como favor que investigara una serie de hechos “paranormales” que involucran el retorno a la vida de cadáveres. ¡Mierda!, ¡malditos zombis! Así es, como si fuese una jodida película de George Romero, muertos vivientes. Mayúscula fue mi sorpresa cuando me enteré que son bastante comunes en Haití. Había escuchado rumores, pero no pensé que la gente estuviese tan anclada a la religión vudú.
Esa noche, había quedado en una reunión con mi “amigo” en dicho café, pero la experiencia me ha dicho, siempre reconocer el terreno antes de cualquier evento. Este es el motivo por el cual pasé a tomar ese café de quince dólares, precio de turistas. Lamentablemente, no puedo hacerme pasar por lugareño, destacaría demasiado.
Ya eran cerca de las diez de la noche, y apenas el sol se está ocultando, junto con ese filo rojizo del anochecer. Me dispuse entrar, y entre el humo del tabaco y la música afrocubana, noté a través de la densidad de pieles morenas, aquel tono negro profundo, que de no ser por el gigantesco puro que llevaba en la boca y aquella botella de ron Bacardí en su otra mano, se hubiese perdido entre la multitud.
Como era de costumbre, se encontraba rodeado de exuberantes mujeres. Sin el ánimo de ser prejuicioso, al conocerlo podría deducir que eran trabajadoras sexuales. Caminé hacia él, y ya a un par de metros de su mesa, él se percató de mi presencia:

—¡Ah!, Morgan, maldito pedazo de mierda —volvió hacia las chicas y me señaló—. Este tipo es un verdadero hijo de puta, si les contara las hazañas que ha podido hacer, les aseguro que no pararían de salivar, y no hablo precisamente de sus bocas, chicas — en una sonrisa pícara mostró sus blancos y perlados dientes—. Ahora que lo pienso, más tarde les contaré.

—Dejar de hablar estupideces, Sabatte, te estás avergonzando solo —le dije con tono de disgusto, corrí la silla y me senté a la mesa con él—. ¿Qué es lo que quieres?

—Así me gusta, insolente, agresivo. Qué lástima que no eres mujer.

—¿Puedes dejar el numerito? Tu esposa no estaría nada contenta con esto.

—¡Carajo! ¿Trajiste a Brigitte contigo?

—No, como si ella tuviese tiempo y la paciencia para ocuparse de estas estupideces.

—Uff —respiró aliviado—. ¡Demonios chico!, me hiciste sudar frío.

—¿Quieres ir al maldito grano? Tu compañía no es agradable.

—Pues —dejó la botella de ron sobre la mesa y estirando su mano agarró las nalgas que una de las muchachas—. Estas chicas opinan lo contrario.

—Por favor —enojado con esa lamentable muestra de decencia, me levanté de la silla—. No tengo paciencia para tu mierda.

—¡Por Dios, Paul! —dijo en tono suplicante—. ¿Siempre tienes que ser un hijo de puta tan serio? Tu vida será corta, deberías plantearte disfrutarla. ¿Acaso no te gustan las chicas, el alcohol? Yo qué sé, ¿las drogas?

Malditos recuerdos postraumáticos. Una vez, y contra mi voluntad. Es una experiencia que no se volverá repetir. Comencé a caminar sin mirar atrás, hasta que sentí ese maldito escalofrío. Al girar vi en sus ojos esa luz rojiza proveniente del interior de ellos:

—¿Debo recordarte que me debes un favor? —dijo con esa aura oscurecida. No cabía duda, había usado un hechizo de restricción contra mí—. Por favor —sentí como todo volvía a la normalidad—, toma asiento.

A regañadientes me senté, y en lo que él volvía servirse un trago de Bacardí, recliné mi espalda sobre la silla, inhalé y exclamé:

—Bueno, ya que me has invitado tan amablemente —dije en un obvio tono condescendiente—, hablemos de negocios.

— Bien Paul, creo que ya has escuchado sobre los muertos que retornan a la vida.

—¿No es esa tu especialidad? Nigromante, se complementa con tus otros negocios, como la esclavitud.

—Ese es un maldito mito y lo sabes.

—Tu reputación te precede.

—Paul, podríamos estar toda la noche en este juego de tira y afloja, pero tengo otros planes para la noche que involucran a estas señoritas, no a ti, a menos que quieras unirte.

—Gracias, pero paso.

—Tú te lo pierdes.

—Bien, Sabatte, me dices que estos… —no pude evitar soltar una carcajada al pronunciar la palabra que sonaba tan ridícula mi mente—… “zombies”, no son tu obra.

—Hace años que no revivo a un muerto —dijo, ofendido—. No, esto es obra de un santero.

—¡Uy, qué miedo! —dije, ironizando, pero, ¡mierda!, ¿un santero?—. Un idiota que adorna una cruz y le entierra alfileres a un muñeco de trapo.

—No te burles Paul, la santería es una doctrina mágica como cualquier otra.

—Santería, vudú, catolicismo… todo es una mierda.

—Me sorprende que una persona que ha visto tanto hable tan a la ligera del ocultismo. No sabes qué tipo de demonio podría estar involucrado.

—En mi experiencia, los humanos son peores.

—¡Par Dieu! —había olvidado que la lengua madre de Guédé era el francés—. No intentaré corregir tu actitud temeraria, es propia de un ignorante, aunque sé que no es tu caso —aspiró con fuerza su puro, luego se tomó un vaso de ron al seco—. Eres valiente Morgan, al punto de la idiotez —exhaló una gruesa bocanada de humo—. ¿Crees que tú y tu actitud de "no tengo nada que perder" pueden ir a cortar la verga del mal nacido que se mete en mis asuntos?

—Increíble, ya casi tenías 20 minutos sin ser vulgar, todo un nuevo récord. ¿Qué opciones tengo?

—Paul, no sé si hablarás con el barón del cementerio, o jugarás al detective, pero necesito que averigües qué coño está pasando.

—Bien, Barón Sabatte —nuevamente respondí siendo condescendiente—, haré lo que deba hacerse, pero no te saldrá barato.

—Los mercenarios son como las mujeres, mientras más pagas, mejor es el servicio.

—¿Mercenario?

—Mercenario, detective, cazador, exorcista, la mierda que sea que hagas. Mientras entregues resultados, la nomenclatura es una formalidad.

De forma involuntaria acepté el encargo. Sabía que era una mala idea, pero no podía negarme. Me despedí cortésmente, dentro de lo posible, y me retiré de aquel antro.
Si bien en la mayoría de las capitales del mundo las noches son coloridas e iluminadas, Haití es diferente. Hay muchas zonas de Puerto Príncipe que no tienen acceso a la luz eléctrica. ¡Oh!, debí haber tomado taxi, aunque dadas las circunstancias puede que haya sido tan peligroso como caminar hasta el hotel. Había zonas donde la vegetación era tan alta y tan densa, que tapaban la luz de la luna, en aquel momento la única fuente de luz que me guiaba.
De entre las sombras, y gracias a mi fina sinestesia, percibí tres sujetos que me acechaban. No podía ver sus cuerpos la obscuridad, pero si el aura gris que le rodeaba, propia de entidades sin mente, personalidad o alma. Esta debe ser de las pocas ocasiones en que me siento agradecido de mis ojos. Levanté mi mano izquierda y conjuré el ignes fatui, invocando una pequeña llama azul, que no poseía el calor suficiente para dañar, pero si encandecía para iluminar el área.
Mi deducción era correcta, eran tres hombres vestidos con harapos, descalzos, de piel y cabellos oscuros, sus ojos desorbitados como si tuvieran un grado avanzado de estrabismo. Los tres cargaban machetes, y con movimientos torpes se abalanzaron sobre mí. Esquivé la primera embestida, saqué mi arma y apunté, pero antes de disparar, una súbita sensación me detuvo. Sus cuerpos, si bien derruidos y adelgazados, vibraban en frecuencias perceptibles solo por ojos como los míos:

—¡Mierda! —grité, apunté mi arma al cielo y disparé—. ¡Aléjense, no me obliguen a disparar! —mas, mis amenazas no parecían amedrentarlos—. Mierda —¿qué carajos pasa?, sus cuerpos se comportan como cadáveres reanimados, pero respiran y sus corazones laten, de una forma muy leve, pero lo hacen. Decidí dejar la fuerza letal y neutralizar a mis oponentes.
Ellos no coordinaban ataques. Si se hubieran abalanzado los tres, escasas serían mis posibilidades, pero sus movimientos eran irracionales, más como si se tratasen de marionetas. Esquivé los sablazos del primero y de un movimiento propio del Seraphite, tomé su muñeca y golpeé con fuerza su codo, desconectando la articulación. Simultáneamente, golpeé con todo mi peso la parte inferior de su muslo, haciendo que la tibia saliera a través de la piel. "¡Mierda, exageré!", dije, pero él no se quejó, y apenas si pude moverme para esquivar el machete del segundo atacante, el cual terminó dando en el hombro de su compañero. El hueso trabó su arma, y mientras intentaba inútilmente retirar el arma, el tercero atacó.
Con su machete apuntado hacia el frente, corrió frenéticamente contra mí. Fue un parpadeo, me moví hacia su lado izquierdo y puse mi pie en su camino para hacerlo tropezar. Al caer, ensartó su machete en su estómago, una herida invalidante, mas, los tres se incorporaron nuevamente, heridos de gravedad, aunque no parecían inmutarse.
De pronto, un sonido como un disparo, y vi pequeñas esferas de madera de un diámetro similar a una pelota de golf e impregnadas con un aura rosa, cruzar el aire con un silbido, destrozando los cuerpos de mis atacantes. Atravesaron la carne como si se tratase de hierro incandescente sobre cera. Cada hueso quebrado, cada músculo cortado producía ese sonido, como el de un trapo viejo siendo rasgado, y la sangre inundaba el suelo.
La cabeza de uno de ellos rodó hasta mis pies, y logré ver en su expresión a través de su último suspiro. Continuaba sin comprender qué demonios estaba pasando, y así murió, en la absoluta ignorancia. No cabía duda que mis atacantes no tenían consciencia de sus acciones.
Tomé mi arma para atacar a quien había lanzado dicho conjuro. Al voltear, vi una civeta hecha de aura y luz rosa –un familiar–, y tras de ella, su invocadora, una mujer de rasgos propios de la India, fuertemente marcados, con cabello negro grueso, ojos castaños y su piel de un tono similar a la madera caoba. Llevaba un cristal rosa pegado en su frente y las esferas que anteriormente habían destrozado a mis atacantes volvieron a ella para formar un grueso rosario de madera.

—¿Quién eres? —dije, manteniendo mi arma apuntando a ella.

—Vi la luz en el bosque y escuché el disparo, vine a ver qué sucedía y encontré a un forastero siendo atacado por ghouls… sólo intenté ayudar.

—No era necesario.

—No lo parecía desde mi perspectiva —dijo, con un notorio acento indio—. Además, los muertos deben quedarse muertos.

Comprendí que esta chica pensaba que realmente eran zombies. En ese momento tomé la decisión de guardar el secreto. No sé qué impacto podría tener en ella, enterarse que había asesinado a tres personas…

Continúa…
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