4.8.10

La Historia de Eria III

Capítulo 3 de 4: El regalo de los Dioses
Por: Diego Arévalo.



Mi regreso a esa perturbada sociedad en Benedictina no fue lo más agradable de una vuelta a casa. Escuchaba murmullos por todos lados que criticaban mi regreso y la mayoría se resumía en “no necesitamos a un abogado para la guerra, ¡lo que necesitamos es a algún bravo general!” otros más descarados se lamentaban que el heredero de don Feliciano Vega hubiera vuelto, ahora no podrían reclamar las tierras de la gran hacienda en el caso de que la señora Laura se marchara de la isla o, ni Dios lo quisiera, falleciera. Todos estos murmullos se acallaban cuando me retiraba a mi casa y descansaba cuidando a mi madre.

Ella pasaba todo el tiempo atendiendo los asuntos de la inmensa hacienda y los años le pasaban la cuenta, pero sin arruinar su belleza. A tres meses de la muerte de don Feliciano, las cosas habían estado bien a pesar de la guerra, sólo gracias a su inteligencia. A pesar de que todo el mundo sabía que la muerte de don Feliciano había sido un encargo de sus mismos conocidos para tomarse la hacienda, ella había sabido proteger las tierras organizando a sus sirvientes en una especie de guerrilla. Ahora conmigo en casa no debía preocuparse de eso ya que sabían que un abogado no permitiría ese tipo de abusos a pesar de encontrarnos en guerra. Siguiendo esa línea fue ella misma quien me propuso como juez de Benedictina, ya que el anterior había sido victima de la guerra y se necesitaba a alguien que vigilara la justicia en estos tiempos tumultuosos.

Trabajé varios meses yendo y viniendo desde Benedictina  a Calixto, resolviendo casos y entregando semanalmente los reportes a los procuradores provinciales españoles que estaban a cargo del Gobierno de la parte sur de la isla. Ellos mismos no se percataron en un principio de la invasión desde el norte por parte de los ingleses y ahora, después de casi un año, aún no podían hacer otra cosa que repelerlos antes de la densa jungla y las montañas al norte de éstas. Hasta ahora había sido un enfrentamiento parejo, pero ya venían en camino los apoyos desde España. Por otro lado, los piratas de los mares cercanos les habían facilitado la tarea al atacar buques ingleses que traían gente y armamento. Sin embargo, cada semana las cosas se veían un poco más limitadas y volvíamos con aún más incertidumbres a nuestros hogares en Benedictina.

Mi trabajo como juez había sido sencillo. Los casos que llegaron a mi eran simples robos, uno que otro enfrentamiento entre vecinos por algún cerco pasado de límite o por cuatrerismo. La verdad nada complicado. Sin embargo, durante mi último mes como juez solía pasar que oía al culpable decir, por ejemplo “menos mal que escondí bien esas vacas y no las encontraron los oficiales cuando registraron”. Entonces sabía quién era realmente culpable y quien no. O muy a menudo pasaba que oía algún comentario de la audiencia, diciendo, “y pensar que yo ayude a esta persona a robarse eso”, pero de uno u otra manera alguien delataba sus acciones o alguien más lo hacía. Al final todos se sorprendían cuando daba el veredicto dando acuse de ese murmullo que escuchaba.

Dejando de lado los comentarios acerca de mi severidad y la atinada justicia, los procuradores de la gobernación me mandaron llamar no sólo para felicitarme sino que para promoverme a Juez General de la Provincia de Calixto. Fue en el viaje de ida a Calixto donde conocí a un personaje que sería de vital importancia en los días venideros. Ese hombre era el Mayor Nicolás Antúnez, que ese mismo día de mi ascenso sería promovido a Coronel. Nos fuimos en la misma carroza que nos llevaba a Calixto, luego de haberme despedido de mi madre, y me contó su historia de cómo había llegado a su puesto desde que la guerra había estallado. En un principio, y con ayuda de mi madre y don Feliciano, ocultaron su origen nativo testificando que era hijo de un criado con una aborigen, ambos fallecidos hacía tiempo, pero que sin dudas era hijo de español. Con esa ayuda logró entrar al ejército español y rápidamente destacó por su capacidad de organizar a los hombres y su astucia poco común. Él no era el único que debía ascender ese día, y sin embargo sus demás compañeros no estaban de acuerdo que alguien con sangre indígena llegara tan alto en la milicia.

Su historia era intensa, desde que se enlistó hasta el día en que nos conocimos estaba llena de victorias y estrategias increíbles y bien logradas. Llegué a pensar que los ingleses no nos habían derrotado hasta hoy simplemente por la ayuda del Mayor Antúnez. El me dijo también que la mayoría de los soldados no sabían el origen de esta guerra y no querían seguir luchando por algo que no sabían bien que era. Defendían la soberanía de España en la isla, pero la verdad la ayuda del país que estaba defendiendo no se notaba.

La ceremonia de ascenso en si no tuvo nada relevante, sin embargo los comentarios de la gente con respecto a nosotros dos, Nicolás y yo, nos dieron a entender el descontento de parte de los demás involucrados en ese evento, y por que no decirlo, la envidia. Pero lo más importante de ese día no sería nuestro ascenso ni el de alguien más, sino que nuestro regreso.

Tal cual emprendimos el viaje a Calixto, al día siguiente nos devolvimos a Benedictina para abocarnos en nuestras nuevas tareas con nuevos cargos. Esta vez viajé con otra persona, un viejo amable de quien no recuerdo su nombre pero sí la corta conversación y su animo para afrontar lo que se venía, la parte más cruenta de una guerra que tarde o temprano debía terminar, ya fuese con nosotros derrotados o victoriosos.

A la hora de habernos internado en los caminos selváticos la caravana sufrió un ataque de parte de los ingleses. Su inteligencia había averiguado el día y la hora de la promoción de un selecto grupo de personas que serían importantísimas bajas para los españoles en el caso de que pudieran deshacerse de ellos y al parecer la emboscada había sido bien calculada. Durante la batalla hubo una primera ráfaga de municiones que acabaron con la vida de varios escoltas y personalidades recién ascendidas, entre ellas el procurador de Martina que viajaba conmigo. Salpicado en su sangre bajé de la carroza y tome el arma de un escolta caído, y siguiendo las rápidas y vivas instrucciones de Antúnez, pudimos ordenar una resistencia decente que sorprendió a los ingleses y nos dio tiempo de respirar y salvar a muchos de los nuestros. Pero a pesar de esa sorpresa, los ingleses siguieron atacando con la intención de llevarse un número mayor de promovidos. Sin embargo, el ahora Coronel Antúnez opuso resistencia fuera de los limites que los ingleses estaban dispuestos a romper, de modo que lanzaron una última descarga de sus armas de fuego, y emprendieron la retirada, sin bajas visibles. En esa última oleada de balas fui herido en un hombro, y el dolor que me produjo la herida me hizo perder el conocimiento. Como estaba al final en la caravana, nadie notó cuando unos brazos desconocidos me tomaban y me internaban en la selva, mientras me desvanecía.

***

Cuando desperté, no reconocía nada. Estaba en una choza de madera, rústica pero acogedora. Tenía unas hojas de unas plantas que no había visto, pegadas con una sustancia sobre la herida de mi hombro. Cuando traté de incorporarme noté que ya no me dolía, pero que había alertado a alguien en la entrada, y entró a revisarme. Me habló en una lengua que no conocía, pero a pesar de eso supe que estaba revisando la herida y decía que en poco tiempo estaría sana de nuevo. Luego, salió a buscar a alguien más, y entró acompañado de un anciano que tenía una presencia intimidante.

Ese hombre me examinó y me llevó fuera. Al salir de la choza, la luz me encandiló un poco pero al acostumbrarme pude ver una aldea aborigen, simple, con gente vestida con pantalones de piel de animales y torso desnudo, ambos hombres y mujeres. Los niños corrían desnudos mientras jugueteaban. Esa imagen contrastó sobremanera con la que la guerra nos dejaba como personas comunes, las peleas y la sangre no tenían cabida en esta tranquila villa. Pensé que sería una lastima que los españoles o ingleses llegaran aquí y destruyeran este oasis de paz.

- Nunca llegarán aquí, – escuche que decía una voz – los dioses nos protegen siempre.

- ¿Quién dijo eso? – pregunté, buscando a alguien que tuviera la mínima apariencia de saber español. Grande fue mi sorpresa al ver que no había nadie.

- Estoy justo a tu lado - repitió la voz.

Ahí me di cuenta que ese anciano era quien me hablaba, pero no me había estado mirando sino hasta ese momento.

- ¿Usted entiende lo que digo? – le pregunté.

- La verdad es que no entiendo lo que dices con tus palabras, pero si entiendo lo que tu mirada y tu cuerpo dicen. – me di cuenta que él no movía los labios para hablar – Y tu no entiendes mis palabras tampoco, tu buscas directamente en mi espíritu lo que quiero decir y lo interpretas.

- ¿O sea que usted me está hablando con su mente? - le dije, sin creérmelo todavía.

- ¿No tienes fe en el don que te han dado los dioses? Me preguntó el anciano, aún sin mover los labios - ¿Es que acaso no te parecen extraños esos murmullos que escuchas siempre a tu alrededor?

En ese momento me di cuenta que todo era cierto, no había otra explicación para “escuchar” a alguien que hablaba sin mover los labios, ni para los interminables murmullos acerca de mi o en mis juicios que se acallaban cuando estaba cerca de mi madre. Aún me cabía la duda de cómo supieron de mi y porque me habían secuestrado.
Al parecer el anciano interpreto mis tribulaciones, y me dijo calmadamente:

- Tu padre era hijo de este pueblo. Era un hombre bueno, así que los dioses lo ayudaron siempre.

- Pero mi padre era español…

- Los dioses no pueden estar equivocados. Tus ojos profundos y cristalinos no mienten tampoco. Ellos vieron la pureza y la honestidad de tu padre y lo bendijeron al partir de nuestro lado. Del mismo modo bendijeron a su hijo con este don que tienes. Pero no creas que es algo fortuito. Ellos te dieron este regalo para que lo utilices para el bien de tus amigos, y de toda la gente buena que hay en este mundo. Tú estás llamado a grandes cosas, pero esas las debes decidir tu mismo.

- ¿Y fue por esto que me secuestraron?

- Nosotros teníamos el deber de abrirte los ojos.

- ¿Y luego que será de mí?

- Eso, Neschit, es tu decisión.

El anciano se retiró al tiempo que juntaba a un grupo de niños y los reunía en una fogata, para contarles historias en una lengua que no conocía, pero no podía entender sus ideas porque no eran dedicadas a mi. Supuse que con esas palabras me había dejado claro que esperaría a que me curara y luego me devolverían a Benedictina, o a algún lugar donde pudiera volver a casa.

Y justamente así fue. Sin embargo mis heridas, a pesar de curar rápido, no eran la medida de tiempo que debía permanecer junto a ellos. El anciano me hablaba todos los días de los dioses y sus mandatos, y me decía que observara la vida en la aldea porque de ello debía aprender. Cada día veía como cada uno cumplía con lo necesario para la sobrevivencia y el buen pasar del grupo, sin intentar sobresalir uno de otro. Cada uno ayudaba a quien lo necesitaba sin pedir nada a cambio, y se trataban como hermanos y hermanas, lo cual seguramente eran. Nadie le imponía nada a nadie, y todos eran libres de hacer lo que quisieran, pero el amor mutuo los unía de tal manera que sentían cada cosa como si les pasara a ellos mismos, ya fuere alegría o la perdida de algún ser querido que , lamentablemente, también me tocó presenciar.

Al cabo de casi un mes, el anciano se dirigió a mi por ultima vez, y me dijo “hijo, Neschit, tu vida es valiosa y tu don también. Pon en práctica lo que has visto aquí, porque no podrás vernos más. Y si quieres que en tu vida reine la misma paz que presenciaste aquí, es tu deber compartirla y lograrla en tu propia vida”.

Una niña me entregó una hermosa flor, típica del lugar, y me dijo que acompañaría mis pasos allá donde fuera, y me ayudaría a recordarlos siempre.

Luego, el anciano les dijo a dos hombres que me acompañaran hacia un camino que rodeaba un cerro, mientras que todo el pueblo se despedía de mí sin alejarse demasiado de su aldea. Luego de un trecho de rodear el cerro, cayó una densa neblina de la que salimos pronto, pero ellos me dejaron hasta ahí, se despidieron con un gesto y se internaron en la niebla de donde habíamos salido. Imaginé que esa era la protección que sus dioses les brindaban, por lo que no los seguí, y emprendí camino al sur hacia Benedictina.

Al alejarme miré la flor, y me provocó una sonrisa de satisfacción. Y el nombre de esta flor es Eria.


*Extraído de “Mi Historia Antes de la Unión”, autobiografía de David Neschit, padre de la patria de Eria.
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Continúa…
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