29.12.09

La Historia de Eria II

Capítulo 2 de 4: Invasores
Por: Diego Arévalo.

Mi padre se llamaba Adrin Neschit, y era descendiente directo de los primeros dos Hachit, tal como casi todos los de la tribu escondida. Mi abuelo era el Guía, pero Adrin era un Hachit común y corriente. Mi padre siempre creyó que estaba destinado a mucho más, pero no quería ser exiliado por traicionar las tradiciones, por lo cual decidió huir de ahí y adentrarse en las zonas desconocidas, buscando un mejor lugar. Huyó de la tribu dos años después de que se designase un nuevo Guía, y se arrepintió con toda su alma al ver que las nieblas se cerraban tras de sí, impidiéndole volver.

Con lágrimas en los ojos, migró al Este. Allí encontró a los de la Tribu del Aire, se hizo pasar por traidor de la Tribu del Fuego, y se quedó con ellos. Estuvo tres años ahí, demostrando que era un excelente peleador, y que tenía voz de mando, pero nada de eso le sirvió durante esos años como desertor, ya que los invasores de fuera del mar llegaron tanto por el norte como por el sur. Ignorante del mandato de los dioses, fue sorprendido por los invasores, y convertido en esclavo, como todos los sobrevivientes de la Tribu del Aire.

Como no sabía que por el sur también habían llegado más conquistadores, escapó de sus captores y huyó hacia allá, donde fue capturado por los que hablaban español. Ellos eran descuidados, pero no lo trataron cruelmente, así que decidió vivir como esclavo, ya que no podría huir para siempre. Como esclavo lo compró un hombre rico, gordo y majestuoso, encargado de gobernar la mayor estancia de españoles, como se hacían llamar. Lo llamaron “Nicolás”, y lo dejaron a cargo de la casa señorial, ya que por su capacidad de organizar y su voz de mando, era ideal para dirigir a toda la servidumbre.

Mientras trabajaba para Don Feliciano Vega, como se llamaba aquel gordo, conoció a mi madre, quien lamentablemente, y al contrario de lo que se pueda pensar no era una aborigen (o descendiente de Hachit), sino que era la esposa del señor de la casa. Ella era una mujer que se vio obligada a casarse con Don Feliciano, por conveniencia de sus padres, y jamás había dejado que su esposo la tocara, porque no lo amó nunca, y lo despreciaba. El señor Vega, no era déspota y nunca la tomó por la fuerza, él la amaba y la respetaba, pero eso no le impedía saciar sus apetitos carnales con las esclavas, a cambio de unas pocas monedas.

Mi padre vio a mi madre por primera vez cuando ella paseaba por los jardines de la gran hacienda Vega. Ella siempre llevaba una mirada triste y desconsolada. “Parece un lindo canario encerrado en una jaula de oro”, era el rumor que se escuchaba en los pasillos, y tenía toda la razón. Ella era hermosa, de tez pálida, y cubierta por finas ropas ceñidas a su cuerpo esbelto, manos finas y labios bien delineados, pero lo que más llamaba la atención eran sus ojos color miel, que seguramente se verían mejor si no los cubriera la sombra de la tristeza y la soledad. Cuando él la vio, quedó fascinado por su belleza, y a la vez por esa tristeza que la envolvía. Sintió la necesidad de hacer algo para ayudarla a alegrarse, pero más que nada, él sintió amor. Conforme pasaban los días, y él la veía, sentía como se hacía cada vez más fuerte el sentimiento hacia ella, soñaba con ella, su mente divagaba durante el día pensando en ella, pero él no podía hacer nada.

Cierto día, ella le habló mientras él estaba ido, y su mente ocupada justamente en ella.

- Nicolás – le dijo, con una voz tan dulce, y que a la vez dejaba en claro su autoridad, que lo sacó de golpe de su sueño en vigilia.

- Señora Laura – respondió él, sonrojándose y moviéndose torpemente – Mande usted…

- ¿Estás bien Nicolás?

- Sí señora… ¿Por qué pregunta?

- Es que veo que de pronto estás tan descoordinado…

- No es nada señora, no se preocupe. Dígame por favor en que le puedo servir – mi padre hablaba tartamudeando, y sin atreverse a levantar la vista, y mirar aquellos ojos que lo tenían hechizado.

- Bueno, te creeré. La verdad es que necesito que juntes algunos hombres para que me sirvan de escolta. Tengo pensado ir a la ciudad de Calixto, y como verás, mi marido no me deja salir mucho, y cuando lo hago debe ser con escolta para protegerme.

- Lo entiendo señora – contestó mi padre aún sin levantar la vista – No tiene porque explicarme el por qué necesita escolta… Usted sólo tiene que ordenarlo, y yo reuniré a los hombres que necesita.

- Entiendo tu postura, Nicolás, pero debes entender que no te estoy tratando como un esclavo. Eres el mejor sirviente de la casa, y mi esposo confía en ti, y yo también… Es por eso que quise explicarte el motivo de mi petición, de modo que sepas el porque haces las cosas, no sólo porque te lo ordenen. – ella decía esto buscando la mirada de mi padre, pero él seguía con la cabeza gacha.

- Como ordene la señora… buscaré lo mejor de la hacienda para usted…

Recién ahí mi padre levantó la vista, rojo como tomate, y se encontró con la mirada cautivadora de la señora Laura. Fue sólo un instante, pero fue suficiente, ella pudo ver por fin los ojos transparentes y profundos de Nicolás, símbolo distintivo de los aborígenes, y él se encontró con el color miel que lo atormentaba durante las noches. Sin poder sostener la mirada más que un instante, dio una media vuelta digna de un militar, y apuró el paso para cumplir su orden.

En el camino recordó la melodía hermosa de sus palabras, que a pesar de la autoridad, demostraron cierto afecto hacia él. Imaginó mil cosas como un adolescente, imaginó situaciones imposibles, besos escondidos y encuentros furtivos, imágenes que terminaron de pronto, cuando otro sirviente al verlo tan ido, lo aterrizó. Se sacudió esos pensamientos y cumplió la orden encomendada.

Un par de horas después, cabalgaba de camino a Calixto, una ciudad ubicada más al norte de la colonia española. Había rumores de que los ingleses habían llegado a la isla desde el norte, y que habían dominado a los aborígenes de esa parte, y que algunos aborígenes huyeron a los bosques, ocultándose tanto de españoles como ingleses, y que atacaban a los “invasores”, como ellos les llamaban, por venganza. Era ese el motivo por el cual la escolta estaba compuesta por los hombres más fuertes y hábiles con las armas, para proteger a la señora. Nicolás había posicionado su caballo a un costado del carruaje de la señora, con la intención de poder capturar alguna imagen furtiva de su amor platónico. Ella se dio cuenta de que era Nicolás quien custodiaba su puerta izquierda y empezó a hablarle. Él, sonrojado y protegido por las cortinas del carro, respondía cada una de las preguntas que ella le hacía, hasta que fue capaz de hablar sin tartamudear o sentirse avergonzado.

Él le contó de su escape y de su vida como fugitivo, pero sin hacer referencia a la ubicación posible de la tribu oculta. Le contó de su vida de pequeño, y de cómo se había vuelto hábil en las peleas, en su estadía con la Tribu del Aire. Ella lo escuchaba fascinada, al darse cuenta de lo interesante que había sido la vida de su mejor sirviente.

De pronto, de entre los árboles salió una flecha que hirió al primer hombre de la caravana. Acto seguido, muchos más salieron para abalanzarse principalmente sobre los de origen aborigen y mestizos. Era un ataque por venganza. Uno de ellos saltó desde una rama sobre mi padre, tumbándolo del caballo. Mientras estaba en el suelo, vio como, uno por uno, caían todos los de la escolta. Cuando ya no hubo ninguno en condiciones de luchar, los forajidos se dirigieron al carruaje, y encontraron a Laura. Se hablaron en un dialecto que Adrin, como descendiente de Hachit, reconoció como de la Tribu del Aire. Sus palabras fueron las menos indicadas: “miren, encontramos algo en que divertirnos”.

Adrin, furioso, se levantó de pronto, y tomó el arma que estaba en el caballo junto a su lado, apuntó, y le voló la cabeza al que había dicho eso. Luego, con la culata noqueó al próximo, y al siguiente. Una flecha penetró en su brazo izquierdo, pero no le importó. Sacó el machete que escondía en el asiento del conductor del carro, y empezó a repartir sablazos a diestra y siniestra. Mató a varios atacantes, y los demás huyeron aterrorizados ante la vista de alguien que no tomaba en cuenta las heridas y seguía peleando.

Terminada su labor, y sin preocuparse por sus compañeros, abrió el coche para revisar si su amada estaba a salvo. La encontró inconsciente, y prefirió dejarla así. De seguro se había desmayado del miedo, así que empezó a ayudar a aquellos que estaban heridos y los que podían ayudar a otros lo hicieron. Al rato se encaminaron de vuelta a la hacienda. Lo que pasó luego no fue muy importante sino hasta días después, cuando la señora Laura por fin se recuperó del shock causado por el incidente, y llamó a Adrin para agradecerle. Nicolás fue donde ella la guió, paseando por lugares donde a esa hora no caminaba nadie.

Llegaron a un lugar tranquilo rodeado de camelias, allí nadie los vería. Ella tomó asiento en el banco que estaba dispuesto ahí, y él se sentó a su lado, pero sobre el respaldo del mismo. Se quedaron en silencio un buen rato, mientras que él la miraba con miedo a que Laura se volteara a verlo. Al cabo de un rato, ella rompió el silencio.

- Adrin… – mi padre recordó que mientras cabalgaba a su lado le había dicho su verdadero nombre – No sé como agradecerte lo que hiciste ese día.

- No tiene por qué, señora. Simplemente cumplía las órdenes que se me habían dado.

- Pero escúchame Adrin, por favor – esa fue la primera vez que mi padre pudo sostener la mirada de la señora – No sabes lo mucho que aprecio tu gesto, nadie se preocupa mucho por mí.

- Don Feliciano sí… - dijo, sólo por decirlo, ya que él sabía la pena que le causaba a doña Laura ser sólo un objeto de admiración. Él supo como se sentía ella, y escuchó, sólo escuchó lo que ella tenía guardado, y que salió empapado de lágrimas.

Mi padre se quedó ahí con ella, hasta que dejó de llorar, ya anocheciendo. No quiso decirle que era hora de volver, sino que la dejó desahogarse con el silencio y la empatía que Adrin le daba. En un momento, ella tembló de frío, y él, en silencio, la abrazó para protegerla. “¡Qué estoy haciendo!” se dijo, pero se quedó así, sintiendo la cercanía de la persona que él amaba. Ella reclinó su cabeza en su hombro, y él acarició su pelo, se inundó con su aroma, la miró… y sin saber muy bien cómo, nació un beso que se escabulló hasta la habitación de la señora.

No hace falta detallar lo que sucedió después. Don Feliciano hizo ojos ciegos al suceso, de todos modos nadie sabía que no dormía junto a su señora. Ella quedó embarazada, y Don Feliciano aprovechó aquel niño para tener un heredero, y a mi padre lo vendió a otra hacienda, donde vivió hasta que la guerra estalló.

Cuando yo aún era un niño, los ingleses y españoles se enfrascaron en una guerra por dominar toda la isla, y utilizaron a los mismos nativos como soldados, junto a los de cada nacionalidad. Para protegerme a mí y a mi madre, Don Feliciano Vega nos mandó a Europa, cuando yo tenía doce años. Europa era la cuna del saber, por lo que era el mejor en que me podrían otorgar una buena educación.

Mientras que mi verdadero padre fue enlistado en el ejército, por ser esclavo de españoles, yo estudiaba Leyes, en la Universidad de París, y me desarrollaba intelectualmente. Mi padre fue uno de los mejores soldados, su voz de mando le ayudó a organizar numerosas victorias, y llegó a ser Coronel, pero siempre fue mirado en menos por ser aborigen, tal como la mayoría de sus subordinados.

Cuando la guerra estaba en su apogeo, yo regresé a Eria, ya convertido en Abogado, ya que siendo muy joven, me titulé.

Al volver a mi ciudad natal, convertida en fuerte militar, nadie consideró la necesidad de tener un Abogado en una guerra. Pero aún así, me involucré políticamente en el conflicto.

- ¿Quién es usted, señor? – preguntó un tipo, la primera vez que se supo de mi llegada.

- David Vega – respondí a mi vez, esperando que se recordara a mi padre adoptivo.

- Señor, es un placer tenerlo de regreso.

- El placer es mío, amigo. He vuelto a mi país natal para luchar por nuestro pueblo.

En ese momento me di cuenta que había algo en mi que sería de gran importancia pera la solución de la guerra. Fue cuando ese hombre preguntó mi nombre cuando, de alguna manera, supe que él esperaba que mi respuesta fuera otra, que al momento de haber dicho “nuestro pueblo”, él esperaba que dijera “España”. Me di cuenta que sabía lo que la gente quería.


*Extraído de “Mi Historia Antes de la Unión”, autobiografía de David Neschit, padre de la patria de Eria.
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Continúa…
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